La ópera prima del director venezolano Diego Vicentini muestra “heridas silenciosas y profundas” de quienes vivieron en primera persona la represión de 2017.
La película Simón, ópera prima del joven director venezolano Diego Vicentini lleva en su registro de nacionalidad un “disclaimer” del ente venezolano CNAC (Centro Nacional Autónomo de Cinematografía). El mensaje explica por qué esa cinta no representará a Venezuela en la edición 2024 de los Premios Oscar.
El largometraje, que sí competirá en la categoría “Mejor Película Iberoamericana” de los Premios Goya, podría violar el artículo 20 de esta ley, que contempla condenas de 10 a 20 años de prisión, según la gravedad del delito. En el caso puntual del cineasta, esta “observación” implícita dentro del documento oficial, determina que el Estado venezolano está en facultad de impedir la exhibición de su obra, si así lo considera necesario.
Sorpresivamente, esta obra no fue objeto de censura en la golpeada nación petrolera, como se temía en principio. Se cree que esto se debe a que las autoridades de ese país determinaron que el tema desarrollado en el film no tiene un carácter inédito, y las imágenes de apoyo que sustentan el discurso audiovisual son de público conocimiento, incluso en instancias internacionales como la OEA, ONU y Amnistía Internacional.
La película cuenta la historia de Simón (Christian McGaffney), un líder estudiantil que fue detenido y torturado tras participar en una serie de protestas contra el gobierno. Tras su liberación, pide asilo en los Estados Unidos, pero ante la escalada de violencia en el país caribeño, Simón deberá decidir si regresa a luchar nuevamente contra la represión o avanzará con su proceso de asilo en EEUU.
El gobierno de Nicolás Maduro se encuentra al tanto de las acusaciones por crímenes de lesa humanidad que pesan en su contra. Efectivamente, Maduro y sus políticos quedan muy mal parados, pero permiten cierto rango tolerable de antagonismo para sustentar su concepto retorcido de la democracia. Además, en la práctica, el material de “Simón” no supone en la actualidad ninguna amenaza para la estabilidad de su sistema.
En el contexto venezolano, la esfera del poder chavista creó sus propias fórmulas jurídicas para favorecer la censura, como por ejemplo, la Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia, que recuerda la novela clásica de George Orwell, 1984 y que aplicado a las formas propias de la Neolengua ficticia de la obra, en esa nación se le conoce simplemente como la Ley del Odio.
Su propia existencia constituye en sí una latente amenaza a todas las formas de expresión en Venezuela, incluyendo las manifestaciones artísticas.
Lo que resulta por demás paradójico es que la Ley del Odio entró en vigencia en 2017, año en el que Venezuela vivió uno de los peores episodios sociales de su historia reciente: los hechos de represión y violencia que marcaron las protestas estudiantiles contra la administración de Nicolás Maduro y que dejaron cientos de víctimas, entre asesinados, detenidos en los temidos centros de detención como el Helicoide y varios desaparecidos, juzgados en tribunales militares como presos políticos.
En ese marco político, surge “Simón”, o cómo el arte puede hacer real la crueldad humana. La película es un festín sensorial que se digiere crudo y sin aderezo alguno, así que cabe advertir a las audiencias sobre la discrecionalidad ante ciertas imágenes que aparecen en el tiraje. La emotividad como recurso, no existe. Tampoco hay transiciones lentas ni música incidental con el ánimo de crear atmósferas recargadas de pesadumbre.
En cambio, el dilema moral del personaje principal resulta angustiante a medida que avanza la ficción, se incorporaron imágenes de archivo que documentaron los terribles enfrentamientos cívico-militares y se escenificaron con precisión varias escenas de torturas basadas en los testimonios de los sobrevivientes que fueron víctimas de la represión gubernamental a manos de grupos paramilitares y uniformados de las fuerzas policiales y castrenses.
En esta historia, la protagonista sin duda es la derrota. No hay consagración ni victoria para la causa de la libertad. Los buenos son repelidos, desmoralizados, reducidos psicológica y físicamente, algunos sin retorno posible. Se impone la brutalidad, la barbarie que baila sobre la desgracia y que doblega la voluntad de millones. Lamentablemente, tal como se aprecia en la realidad, no hay un final feliz.
El sistema de gobierno demostró que mantener el poder justifica el sacrificio de cientos de inocentes. ¿Es un mensaje que debería preocupar al chavismo? No, es una demostración probada de fuerza, que proyectada en cines, recuerda quién ganó la contienda del 2017, que por cierto, no se volvió a repetir. Los finales esperados, como en las ficciones norteamericanas de gloria y triunfo, no suceden en este contexto.
Simón es, en síntesis, un nombre tan común en la nación caribeña como María, Pedro, José o Juan. No obstante, el que ocupa este contexto, quedó enmarcado en la universalidad de la historia, gracias a vida y obra del libertador Simón Bolívar. Por aquellos días, la heroicidad de este prócer independentista inspiró a miles de jóvenes que salieron a las calles, algunos sin retorno a sus hogares. Para muchos, Simón, a secas, es todo venezolano disidente, dentro o fuera de su país.
En palabras del director Diego Vicentini para el diario venezolano El Estímulo, en septiembre de este año, su visión no parte desde la victimización, debido a que él mismo no formó parte del movimiento estudiantil que se enfrentó al gobierno venezolano: “Mi familia decidió irse cuando yo era adolescente, así que no estoy físicamente ni contribuyendo con mejorarlo. Esa culpa es la que me impulsó y motivó a querer hacer una película”.
Sin embargo, la oportunidad de escuchar los testimonios de quienes atravesaron por esos cien días de enfrentamientos, sirvió al realizador para crear un guion lo suficientemente fuerte para dar impulso a su visión: “Pude entrevistar a muchos jóvenes que eran activistas, que habían estado en las protestas. Muchos cargaban con la culpa de haberse ido del país, porque sentían que tenían una lucha que estaban dejando atrás, pero también deseaban empezar una vida nueva y con un futuro. Esa tensión, esa dualidad, es el ancla emocional de la película”, contó.
Para los venezolanos migrantes que hacen vida en los países donde este largometraje se proyecta (Estados Unidos, Canadá, España, Chile, Panamá, Costa Rica y Argentina), Simón se convirtió en un catalizador de emociones y las salas de cine en casi improvisados espacios de terapia colectiva, dicho esto por quienes ya se sumaron a la experiencia en las salas de cine, acompañados además por un público extranjero, capaz de visibilizar con mayor claridad las dimensiones de los conflictos que motivaron la forzada migración de al menos siete millones de venezolanos por el mundo.
Sobre esta misma premisa coincide Vicentini desde su óptica. Es para él, un cierre definitivo que espera, muchos se lleven como parte de la experiencia: “Esta es una película sobre el perdón, sobre salud mental, y por ello me propuse ir más allá de abordar una historia sobre una situación específica venezolana, si no algo mucho más amplio, más universal y humano.”